viernes, 16 de abril de 2010
Silvio Mattoni
autobiografía
Nací en los suburbios de Córdoba,
a la noche, en un hospital de locos,
cabeza abajo y pataleando al cielo.
El aire del murciélago ya era
para mí una fábrica de espanto.
Me llamo Silvio, y naturalmente
no elegí la ciudad ni el adjetivo
paradójico. Un día me atraparon
con unos libros y llegué sin pausas
a la universidad. Algunas chicas,
como suele ocurrir, no me miraron...
Después encontré una y me casé.
Casi tengo tres hijas, cuando aplico
mi invierno a estos versitos, sus demandas
me tiran boca arriba y me retuerzo
de muda risa. ¿Me habré muerto afuera
de tanto ver el cielo que se torna
cada vez más hermoso?
alfabetización
No tengo más que un día en primer grado,
único recuerdo que no inventó
sus palabras. Seguro que mi cara
competía en blancura con la tela
del guardapolvo. Pero llegó el miedo
cuando unos profesores de gimnasia
pidieron uniformes, sogas, palos
de escoba recortados. ¿Qué pensé?
¿De dónde aquella idea de torturas
o de combates cuerpo a cuerpo? ¿Dónde
capté esa información interceptada
sobre un castigo que no discrimina
y pega a todos por igual? Me cuentan
que estuve ahí tres meses, ya vaciados
de mi memoria. Dicen: “otro día
te hiciste pis encima, la maestra
no te dejó ir al baño hasta el recreo”.
¿Canjearon la vergüenza incontinente
por las artes marciales tan temidas?
Y habré escondido la felicidad
de no saber leer y poco a poco
dibujar, descifrar mi paraíso.
En la siguiente escuela, que parece
eterna, saturada de minutos
de intensa expectativa y de niñitas
deseadas, quizá aprendí dos lemas:
no hay que mostrar el miedo ni el amor
- aprovechar el sabor de las bocas
con que la suerte besa -, y que siempre
es preciso fingir que uno es judío
para escapar del catecismo y ver
la risa de seis años de Judith.
Las calamidades
Los faros del auto iluminan la ruta.
¿Cómo podremos decir lo que debe ser dicho,
si cuatro amigos viajan, perdido el tiempo
en que se visitaban? Largo y viejo
es el auto: la edad de las visitaciones
se ha ido con los éxtasis. Ni la más pequeña
de las lágrimas cabe en las palabras.
Los conduce la noche, si no el sombrío
encierro de esa cápsula arrojada
en el camino, a hablar, ¿con qué propósito?
Uno por uno, aunque se dirigiesen
a los demás, siempre sería uno.
El presente, en efecto, es igual para todos,
pero lo que se pierde nunca lo es:
así el instante de sus palabras permanece
virtual y simplemente separado del resto.
1
Maldice el día en que se detuvo
¿Quién puede prever lo que va a pasar?
¿Quién, saber lo que le espera? Yo tuve
la esperanza acuática de mi destreza
en el arte de pintar. Mezclaba entonces
cada tono, finísimas láminas, efectos
de luz y sombra. Pero los años
no me dieron la medida exacta
de mi trabajo. ¿Adónde están ahora
mis potencias? ¿En qué lugar se decidió
poner un límite a mis manos? ¿Tuve
algo, alguna vez? Recuerdo, amigos,
a una chica pálida y diminuta
que hablaba muy despacio. La quise,
vivimos juntos cuatro años. Al pintar,
su cuerpo era un remolino vacilante
sobre un banco de madera. Cuando se fue,
supe que yo no sería nada, apenas
un mediocre artesano, uno de miles,
preparando un futuro ajeno. ¿Adónde
se cortó ese hilo que me sostenía
del cielo? Entonces yo flotaba y ahora
me hundo en los más oscuros pozos,
en la inmovilidad, en la repetición
más anodina. Las aguas del destino,
¿pude haberlas surcado? ¿Había un barquero?
¿Qué hice mal? ¿Qué moneda olvidé,
cegado por el velo de mi juventud? Amigos,
ustedes no pueden saberlo, pero pienso:
¿habrá aún esperanza para mí?
Nota:Silvio Mattoni nació en Córdoba en 1969. Publicó los libros de poemas El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003) y Poemas sentimentales (2005). Algunos de sus numerosos ensayos se reunieron en Koré (2000) y El cuenco de plata (2003).
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