miércoles, 14 de julio de 2010
Ezequiel Zaidenwerg
Doxa
Me quedé y me olvidé de que tenía que haberme quedado,
trabajando, quizás. Y abrí los ojos, grande,
hice una carpa con los codos y el encuentro de las manos.
Puse la cara encima. Esa película abrasiva,
el halo capilar que empieza a titilarme entre las palmas, eso
no puede ser mi gloria. No me glorío en nada
que avise cuando va a manifestarse;
o nunca me glorié, o nunca supe en qué gloriarme,
y cómo. Y estos ojos,
la piel de la nariz, el caracol de los oídos,
el breve vaso de agua de la conciencia, eso,
sólo lo puedo ver cuando me miro en el espejo,
o lo ven los demás sin que yo mire,
o me miro en los otros. Y está bien que así sea,
supongo. ¿Adónde está mi roca,
me pregunto, mi fuerza, mi peñasco, entonces?
Tiene que haber alguna cosa en mí que brille más
allá de mí, o vaya a hacerlo alguna vez, o lo haya hecho,
quizás sin darme cuenta yo. Y se me ocurre algo:
cuando era un embrión, cuando me hicieron,
la bola de epitelio que intentaba, ajena a mí,
actuar la simple forma que era yo, miraba toda para afuera,
un tubo dado vuelta, dado vuelta de nuevo,
con el estómago y el hígado indistintos, y los oídos y la boca:
la misma superficie, un guante solo,
única esponja-flor posada sobre el mismo, único, eje,
fisonomía pura en el abigarrado aire del vientre de mamá.
Debía haber un brillo ahí que se perdió cuando la cara ya formada
se tragó todo el resto, cuando por un pudor que no me dieron a elegir
–¿acaso el artificio le reclama al artífice: “¿por qué me hiciste así?”?–
un resto de esa gracia se ocultó en las sucesivas dimensiones desplegadas,
aquel aumento sordo de espesor y de entidad
que me permitiría ver el mundo como un mundo, luego.
Y ahora estoy pensando en esa parte que quedó indigesta,
y hay algo que me arrastra, una corriente subcutánea o algo
menos solemne acaso, al nombre que me dieron
para darme la fuerza. Taparon con un nombre
irreprochablemente israelita una mitad de mí.
¿Qué era lo que querían, que supiera
que si quería ser más parecido a lo que fuera a ser,
iba a tener que ser distinto de eso?
Mi gracia: un trabalenguas perfectamente hebreo.
¿Acaso se trataba de algo así como un Scrabble de la identidad,
pensaban que a su hijo le darían más puntos en la vida
por tantas zetas y esa cu y la doble ve?
Si había alguna cosa en mí que no era idéntica a sí misma,
¿no era mejor, acaso, hacer visibles las costuras?
Si a fin de cuentas la matriz que me engendró
jamás escuchó hablar, de chica, sobre el ghetto,
ni tuvo que saber qué cosa es el exilio en carne propia
hasta que, bueno, se exilió papá.
Si además, fueron ellos los que me criaron,
los de la parte árabe, del Líbano,
católica, o católica a su modo, que borraron de mi nombre.
Ellos también tenían a su hijo en el exilio:
acaso también él estableció su alianza en el desierto,
y lo llevaron como a Elías. Pero pagó la sangre,
porque era de otro pueblo. Y el sarcoma
le recubrió la espalda como un mapa.
¿Querían que yo fuera su Eliseo, que tomara
las dos terceras partes de su gracia?
Hasta les daba, a veces, por llamarme con su mismo apodo.
Fue demasiado para mí, un árabe imposible;
para un judío errado, un circunciso fraudulento,
que consagró su alianza en el quirófano
con el celoso dios de la fimosis
(me acuerdo lo que era, una campana henchida,
un girasol de agua si orinaba).
Fue demasiado para mí. Pensé que era mejor hacer
como con una herida que quisiera suturarse desde adentro
para dejar la cicatriz cubierta y proteger mejor
la piel. Se me rompió de todos modos. Engordé y se me rajó,
como una copa de cristal muy burdo. Se llenó de estrías,
una retícula delgada, discontinua, sobre el plano vertical
de las axilas a las nalgas, mezcla del diseño
de un árbol genealógico desnudo de su fronda
y el mapa del genoma. ¿A qué o a quién
había que culpar, a la genética, a la frágil epidermis de mamá,
o a aquella fuerza primigenia desatada,
esa dispepsia primordial que haría de la indigestión
la principal de mis pasiones? La respuesta
pugnaba por caer en saco ciego, disfrazada de un confiado
escepticismo sin objeto que, después,
demostraría ser una nesciencia temerosa, replegada
sobre su propia falta: ¿la eludía o solamente
la estaba difiriendo? No sabía que sabía. Y elegí aferrarme
a la intuición, un poco frívola y pueril,
de que mi centro geográfico, mi casa, no podían ser
el fuelle alveolar y el abanico delicado del espíritu.
Y ahora, que me quedo y que me olvido, que clavé
mi tienda con los codos y los brazos, y la cara sumergida
entre las palmas, como un cántaro que cae dado vuelta
y que se quiebra, sin saberlo, al lado de la fuente,
estoy cayendo en una edad en la que necesito
un sustituto digno para el alma:
para ponerme en marcha, y recordar
y recordarme. Un sucedáneo digno de un prosélito
forzoso. Y el asiento de mi amor,
la sede de mi juicio, debe ser, por ende,
ese baluarte hepático, la gloria polvorienta
de mis antepasados, los que no volvieron:
el saco ponderal, la piedra hueca,
la copa sucia en la que se mezclaron.
noviembre – diciembre de 2003.
Lo que el amor les hace a los poetas
no es trágico: es atroz. Les sobreviene
una luctuosa ruina a los poetas que el amor captura,
sin importar su orientación o identidad
poética. El amor lleva al total desastre
de la uniformidad a los poetas gay,
a los poetas pansexuales y bisiestos,
y a las poetas y poetrices feministas, fementidas o veraces;
a los obsesionados con el género
y a los degenerados por igual, y a los perversos polimorfos:
y hasta los fetichistas de los pies
del verso capitulan a las plantas del amor,
que no distingue ideología,
programa ni poética. A los vates de la torre de marfil
los precipita del penthouse ebúrneo
directo a planta baja. A los apóstoles
del Zeitgeist, que proclaman sin empacho que la lírica está muerta,
les permite insistir en el error
y en sus prolijas parrafadas. Les produce una hemorragia palatal
a los que comban parcos aforismos diagonales,
a los herméticos de lata, a los que envasan
sus versos al vacío, a los falsarios del silencio,
y a los que fraguan haikus castellanos
al itálico modo. A los puristas de la voz les corta en seco
su dulce lamentar, y a los maniáticos del ritmo
les quiebra las falanges, y estropea
el íntimo metrónomo que llevan junto al corazón
para marcar el paso de sus versos. Les compone el sensorio
a los videntes y malditos y demás
rebeldes e insurrectos sin razón ni causa
poética, y les cura el desarreglo razonado
de todos los sentidos. Desaloja de su noche oscura
a los que piden luz para el poema
en las cavernas del sentido, y los devuelve sin escalas
a la trasnoche de la carne literal. Lo que el amor
les hace a los poetas, con paciencia y mansedumbre,
mientras las mariposas lentamente les ulceran el estómago
y el páncreas poco a poco deja de funcionar,
es harto inconveniente. A los que buscan con ahínco
y precisión de cirujano la palabra justa les arruina
el pulso, y en lugar de dar la vida, la aniquilan en su afán.
Y a los que con ardor y devoción persiguen
un absoluto en el poema, como un grial
todo de luz, tirante, diáfana y febril,
les nubla las certezas, y el deseo mismo
de saciar su ansiedad. Lo que el amor
les hace a los poetas, inadvertidamente,
mientras cosen y cantan y se atoran de perdices, es agudo, terminal
y fulminante. Es un torrente arrollador
de prosa, que espolea y multiplica, en progresión exponencial,
a los zopencos y palurdos de la poesía:
a los que cortan sin razón sus versos diminutos;
a los jinetes compulsivos;
a los diseñadores tipográficos del verso;
a los que quiebran la sintaxis sin saber
torcerla; a los que escarban en el éter a la busca de inauditos neologismos inaudibles;
a los modernos sin pretexto; a los que creen descubrir
la pólvora en sus versos balbucientes;
a los contestatarios automáticos y a los porno-poetas;
a los que sueltan grandes nombres por la densa
fronda de sus poemas, como Hansel y Gretel esparcían
migas; a los que impostan en su voz
vacante los mohines de una infancia lobotomizada;
a los poetas bellos y felices, caprichosos;
a las tribus urbanas y los groupies de la poesía pubescente;
a los poetas pop y los rockstars del verso;
a los videopoetas y performers;
a los ovni-poetas, voladores o rastreros, identificados;
a los objetivistas sin objeto
ni vista; a los que exigen que el poema
se vista de mendigo; a los filósofos poetas;
y a los cultores convencidos
de la “prosa poética”. El amor,
que mueve el sol y a los demás poetas,
los lleva hasta el postrero paroxismo: los convierte
en tierra, en humo, en sombra, en polvo, etcétera:
en polvo enamorado.
Y si resulta todavía que entre ellos
se aman amorosos los poetas pares,
felices en su amor solar sin escansión,
como si fueran en verdad el uno para el otro
un agujero negro de opiniones nebulosas,
tácitas palmaditas en la espalda y comentarios tibios al pasar,
enanos, enfriándose, se absorben entre sí
y desaparecen.
Nota: Ezequiel Zaidenwerg nació en Buenos Aires en 1981. Publicó Doxa (Vox, 2007). Su segundo libro, La lírica está muerta, será publicado a fines de este año. Desde 2005, administra el blog http://zaidenwerg.blogspot.com, dedicado a la traducción de poesía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario