domingo, 1 de agosto de 2010
Ana Miravalles
1
Las calles agitadas por el viento
vuelven, otra vez,
a ser polvo arcilloso y detrás
de las máscaras de estuco
que, con ceño fruncido, miran
desde lo alto de las cornisas,
crecen ramas
y nosotros habitantes de este
desierto inminente
vagabundeamos con los ojos
entrecerrados
mientras los ladrillos
las cortezas de los árboles
y las conciencias
se pulverizan también,
y quedan flotando en el aire.
2
El desierto sería fascinante
si tuviera infinitos
médanos de arena, ocasos
radiantes de luz, frías las noches
y oasis con palmeras y agua
fresca en el fondo de un pozo
o en el espejo
inconmensurable
del horizonte.
Pero no.
3
Aquel sol brillante
en El Cairo
aquella mañana
temprano,
aquel agobiado sol,
el que veíamos
desde la ventana del hotel,
junto a las pirámides
en la vereda de enfrente
(como si un amanecer así fuera,
- no sé en verdad cómo decirlo-,
el privilegio
de quien se asoma primero
mientras los demás duermen)
ese sol que empezaba
a ser, ya,
para él,
el último
¿es el de esta
mañana gélida
que veo ahora
a través de la ventanilla
de la 504?
¿es el que ve
esta mujer a mi lado
que va a trabajar y siente
la escarcha cada vez más blanca
el barro cada vez mas resbaladizo
o el viaje en el colectivo
cada vez más largo?
Un amanecer así es
el privilegio
de quien puede
asomarse de nuevo.
4
Las lágrimas son
regalos inútiles,
y los poemas
incapaces de dar calor
a quien
(ahora ya no)
intensamente
los deseaba.
Nota:Ana Miravalles nació en Bahía Blanca en 1965. Es licenciada en historia, y en estos años se ha dedicado tanto a la historiografía y a la literatura clásica, como a la enseñanza del italiano. Algunos de sus poemas fueron publicados en la antología 23 chichos bahienses, Vox, 2005, y en las revistas Vox Virtual y Diario de Poesía. Actualmente trabaja en Ferrowhite (museo taller), dependiente del Instituto Cultural de Bahía Blanca.
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