sábado, 12 de junio de 2010

Elida Manselli


AZAHARES PARA MI ALAZAN

Cabalgaremos al alba.
Déjame enjaezarte con las primeras aguas
de los manatiales que hoy coronan tu sangre.
Para el viaje cortaré azahares
que defenderán
arrullarán
rezarán
a nuestra sombra viva.
No encerraremos las penas del pasado.
No libraremos batalla,
no construiremos días ni manadas,
sólo arderemos dentro de la niebla
que a veces te ocultará,
aunque yo marche a corta distancia
de tus relucientes crines.
Mientras galopamos hacia el infinito de tu nido,
las flores nos embriagan,
desconocemos los cuerpos que resbalan
siempre tarde a nuestro paso,
ahora que rozas el todo después de la nada
que juntos intentábamos florecer.

Estamos en el centro del alma
con algunas almas posibles,
como si tejiéramos el arma celeste
ascendemos encantados
desencantados
del hálito que respira en las cenizas,
el áspero sueño de humanidad aún pendiente.
Atravesamos el rodeo del silencio,
lejano abrebadero que muda su espacio
de extremo a estación sin flor.
La mirada más dulce de los animales
llega de los latentes,
cercanos campos latinos.
No abandonaremos el paraje,
un destello de Tarquinia traza en la memoria
mi infancia última, la inocencia
mi entendimiento de los otros.
No destruiremos el son,
el ámbar de mi sin razón,
al abrigo de un sueño de los mandarinos.




VII

Me detuve con la mirada y conté cada hierba del nido.
Donde pasaba el reloj todos los días y la caricia voladora
dejaba nuevas clemencias de luz, en lo profundo del
silencio.
Salí del nido con el embrión vegetal sobre la frente.

Volé busqué cuatro caminos, porque estaba la razón fijada
sobre mi plumaje antiguo, que sabía del sufrimiento del
árbol, del animal, del crecimiento plata pura de las
palabras nuevas.

Volé construí mejor los ojos, compartí como pude las nacientes
del espíritu, las sensaciones de noche y de tormenta,
la ciencia en el amanecer.
No fue la razón sino la dalia del espacio, la que hizo de
todos los paisajes mi nido.
En la rara pendiente….





III

¡Malhaya cielo perdido!...
Montes olvidados, mandarinos en cruz, secretos en lo
hondo de la traición.

He vuelto por el sonido de mi infancia, aquél potrillo
asustado del viento de los fantasmas, potrillo
siempre del profundo timbal, de la geología que cantaba
en el color del silencio.
Y todo lo guardé.
El brazo iba cayendo como una larga nube.
Destino brazo sellado por Dios, Dios Surgente, Dios Aparejo
de mi estancia pura, pupila para mi edad.
Cuando yo formaba cuerpo en infinitas sustancias, cuando
la sustancia encarnecía el aire, el alma con más
justicia aún, yo sabía ser sabiduría mejor retorno de la
vida.
Sabía ser la rendición del ave, en la hora que su sombra
mece al sauce y se escuchaba al agua abrirse y
temblar.




CANTO PRIMERO

Caballo alazán
canto asirio en las ventanas del mundo.
Yo tengo solamente ríos en tu frente, que van del lago relieve a
la cintura de mi razón.
Cuando salían las embarcaciones, los puertos te dejaban su paz
y allí olías el terror desnudo del océano y allí dios te arrancaba
de tu sueño ligero.

Pasaron vientos diversos por tu espacio entre tanto sueño virgen.
Llegaste…
si lograbas recordar.
El hombre salía de su armadura y en las velas del viento dejaba
pasar su puerta.
Un paso en la greda, donde infinitos destinos se cruzaban, como
el ave de barro.
¡Que nube pesada calló sobre mí!
Tomé el color de los carros que había visto en mi infancia,
Flechas Babilonia.
¿Qué nube, cuando recobré la atmósfera surgió de las
sombras?
Desembarqué…
si lograba recordar cruzadas, fortalezas,
cansancio, odio, espuma.
Los rasgos de los tiempos me quedaban marcados, grabé día y
noche el nuevo rastro.
Yo, que entré en los cañadones perdido por la dulzura del aire y
no pude escapar al cielo, con la lanza en mi costado cruzando la
aurora.
Pude dormir porque todo lo crucé, galopando como un diablo
coronado de escamas cobrizas.
En el valle la tribu descansaba y yo bebía de todos los inciensos
ángeles.
Me alisté para la guerra en la flor de aire, para los conjuros en
voz baja y aquellos alaridos, aquellos tambores…
Después el sudor cayó sobre mi anca con las últimas luces
buenas.

Silencio vastedad…
el trueno que de noche me quiebra es
alivio y templo parta mi sencilla sed.
Porque encontré el eslabón de la verdad.
Si lograra recordad aquél canto.

Nota: Élida Manselli, nació en Buenos Aires, República Argentina, en 1941. Publicó los siguientes libros de poesía: “La guerra en la flor del aire” (Interlínea, Buenos Aires, 1973), “Gracia-Torcaza” (Ediciones Botella al Mar, Buenos Aires, 1978) “Manantiales que reinan” (Nuevohacer-Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 2005).
Ha recibido el Primer Premio Municipal a Obra Inédita, por su libro de poemas “Gracia-Torcaza”, Ciudad de Buenos Aires, 1974.

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