Edwin Adrin en el estuario.
El puerto comienza a girar,
con él las grietas,
las escaleras hacia el fondo, sumergibles.
Faro, muelles de piedra,
eternos en el fraguar del río,
golpeando, degastando la tierra
que no vemos.
Como Edwin Adrin en la Luna,
sosteniendo la cámara en sensación de vaivén.
Los hilos del sol oscurecen el río,
moviéndose la masa espesa, acuosa
creciendo de horizonte en horizonte,
de ventana en ventana.
Seguramente Edwin se pregunte por todos nosotros
en el momento de poner su segundo pie.
Su madre habrá hecho pastel, sentándose
a ver lo que filman sin saber que es él quien filma.
Entonces girará la cámara para que lo vea por la tele
y lo salude sonriente como la imagina
mientras se ríe y agita la mano.
Edwin Adrin, en la Luna, en el satélite terrestre, en todos los cielos,
apoyando los pies en el '69,
sobre todos los ojos que corrieron al patio a ver si se veía algo distinto allá arriba,
que no está tan lejos ni tan caro.
El futuro es a la Luna lo que este buque al cardumen que muere panza arriba,
reflejando el año y lo que nos toca.
Edwin, que cuando pisó por segunda vez la Tierra
metió la bota derecha en el banco de peces,
brindando con Louis y los talleristas de la NASA.
El horizonte comienza a poblarse y lo que parece frontera
es una nube negra que crece por el largo de la línea.
Sombra sobre la neblina.
Edwin Adrin, sentado en el Flecha, camino al Uruguay,
observando, inmutable,
lo que acontece por primera vez en su vida.
Una vez arriba el resto empequeñece
a pesar de que aquel faro comience
a crecer desde la tierra oscura.
La ventana del barco es el lente de la cámara,
el resto un armatoste que nos sirve de traje,
como una palabra tosca, lunar.
El sol reemplaza las estrellas y flamea.
Miramos por la ventana,
sonríe y dice,
-Tierra virgen para nuestros pies.
mientras comenzamos a desembarcar.
Los dientes de Neptuno.
Se acuclilla junto al fuego, algunos leños en mano
-que con sutileza y labilidad coloca sobre las flagrantes llamas que azulean
en la humedad del ambiente-
comienzan a cintilar en la oscuridad de las sombras pequeñas pelotitas rojas que desaparecen como luciérnagas.
Es que con este clima el viejo Neptuno
no tiene más que sentarse a escuchar las olas
mientras se cocina unos pescados apoyado
en la espuma blanca y burbujeante, cómoda como las pelotitas de tergopol
con la que se rellenan los almohadones.
Aún sostiene en los oídos el murmullo de las máquinas
que con el tiempo fueron gobernando su reino de agua.
Por estos días, al dios, que apenas puede sostener la didímea estirpe, le preocupan otras cosas,
el tridente se le está oxidando, en ocasiones el cuerpo suda pesadumbre,
y todavía hay días en que le cuesta volver a las aguas, de donde todo proviene.
Las voces de los marineros que a lo lejos navegan le inquietan,
no cree que pueda serviles un plato suculento y acuoso a todos. Además,
solo tiene dos botellas de vino y un culito de ron que encontró en las orillas.
El bote se acerca y en el misterio del eco resuena aquel canto
-remen marineros, remen.
Con las manos en el fuego y el tridente descansando en su hombro,
Neptuno contempla aquellos héroes parcos que en el medio de la oleada
dejan entrever sus músculos épicos, míticos, destellando un brillo hollywoodense en sus venas.
-frente a ellos Baco huiría sin duda-
Retraído, el dios mueve las olas con los pies mientras infla su pecho y lanza
el gélido aire de su boca, intentando de esta manera, callar el grito que lo atormenta. Sin embargo,
el sonido aumenta: al golpear de las olas se le añade el estridente silbido del viento frío que todo lo erosiona, pasando por los orificios de las maderas del bote.
Es en ese entonces donde el grito de aquellos que arrastran la tierra acumulada de los viajes
resuena con más fuerza que la tempestad y desde lejos, Neptuno,
se asombra de oír nuevamente esa melodía rampante.
-remen marineros, remen.
Al dios, todo este esfuerzo apoteósico le parece innecesario.
De pie, caminando entre las olas, busca las voces de los mortales. Nada encuentra allí,
todo el cosmos es como un árbol abandonado en el centro de la ciudad.
Inmóvil, con los brazos en jarra sobre el bramido del mar,
que calma con leves golpecitos que efectúa con el pie derecho,
como si continuase con una melodía lenta,
desorientado,
Neptuno cae en la cuenta de que un verano sin arena solo arrastra cenizas,
que en todo este tiempo que pasó entre los mortales su sombra ya no conservó la figura de los templos ni su barba avejentada sostuvo el blanquecino color sino que enmohecida y enmarañada, opaca, apenas se sostiene de su mentón. Además, su piel ya no emana el aroma de la mañana.
será la tierra la que desgaste la noche,
resta ser un viejo, sentado,
en la espuma del mar.
Mientras riega
La verdad es infinita
Leopoldo Marechal.
Es para las plantas me dice, agua dulce para mis plantitas,
mete la jarra de jugo en el tanque de agua viejo que tenemos en el patio
y riega las plantas en el verano.
Lo que pasa que con este calor sufren mucho
y el agua de la lluvia les hace bien a las plantitas.
¿Viste que lindos que están los claveles?
Hoy les voy a comprar una maceta más grande,
para que estén más cómodos.
Y todavía la veo levantándose de la siesta, poniendo el agua para cebarle unos verdes al viejo que viene cansado de laburar.
A veces riegan juntos el patio, ¿no Diego?
Él pone la manguera y ella sigue sacando agua de su tanque.
Con el tiempo mi padre le consiguió un barril de 200 litros,
de esos negros donde guardan aceite en la obra.
Se lo llevó y ella chocha. Hizo acomodarlo debajo de una canaleta,
para juntar un poco más, para mis plantitas,
y se ríe.
¿Cuál es el propósito de un escritor?
Ahora ya pasaron sus cincuenta y me habla por teléfono. Me llama gratis porque quiere saber cómo estoy y cómo está el clima. Cuando llueve se pone contenta y me dice que tiene un montón de agua en los tanques, como para un mes.
Sin embargo los malvones no soportaron la helada del invierno pasado.
Un amigo me dijo que desde los noventa para acá los poetas escriben bajo el mismo tutor, nacen todos de la misma raíz.
¿Acaso alguno de ellos vio a mi vieja regar las plantas desde los veranos del noventa hasta el día de hoy? ¿Alguien escuchó a mi viejo cuando desde la mesa le grita a mi vieja cuando me llama por teléfono si fui a la cancha a ver cómo perdió Racing?
¿Cómo se escribe un poema donde se cuente que el día en que mi vieja volvió de enterrar a su madre en Entre Ríos se trajo de herencia unos crisantemos para cultivar y una foto de cuando mis abuelos eran jóvenes? ¿No será que los poetas del noventa en vez de estar atados a tabiques de madera están sumergidos en los tanques de agua en distintos patios?
Y ella se ríe mientras riega.
A veces baila,
A veces canta.
Bio:
nació en Rosario del Tala en 1985, provincia de Entre Ríos. Estudia profesorado en letras y traductor de francés en la Universidad Nacional de La plata. Participó en el 2005 del grupo “Poesía a la calle”. Formó parte del programa radial “Cuando cantan las chicharras” durante los años 2009 - 2010. Publicó “La fresca” perteneciente a la colección Primavera – Verano 2009-2010 junto a Victor Gonnet y Gastón Andrés en la editorial La fresca, la cual dirigen y la plaqueta mientras riega en Acción creativa Suarez.