En esta casa no hay nada,
no hay alces olisqueando el rastro
ni fusiles humeantes de la cristiandad.
En este cuarto no hay nada
ni la cama horizontal de los ancestros
ni la puerta al bosque áureo
al que estamos obligados.
En esta casa no hay pájaros
enjaulados ni una mesa
donde sentarse a estudiar la materia,
el machacar de los maestros
que piensan que en la casa de los niños
hay gigantes que velan por el sueño
y compran cartucheras.
Pero hay en las paredes de esta casa
dos ventanas
como herencia para toda suerte.
Que el viento sople sus tifones
al oscuro pensamiento del que cree
que el alce vuelva a olisquear su rastro
que el fusil
humee a su propio dios.
Que el tac
de la pezuña en el mármol del umbral
despierte a todos los panteones:
¡fuera de esta casa!
Bienvenidos.
Ahora que la luz empieza a irse antes
como si todo fuese una cinta
que se mueve tan de a poco,
ahora que el anochecer se adelanta
se mete en el cuerpo y vuelve el impulso
automático de cerrar un poco las ventanas
de acomodar los libros sobre la mesa
porque es el fin del verano y no da igual
que las hojas se abran con la brisa
que se arqueen las tapas y muestren
los círculos del vaso transpirado que apoyamos
como los círculos de pasto quemado
que dejan los ovnis en el patio de
atrás
de las casas de provincia.
Ahora que quiero dormir,
que pienso en sopa mientras trabajo todavía
ante a la misma ventana en la que ayer era el verano
y las golondrinas surfeaban el aire
y volvían a desbarrancarse y a aguantar
la respiración hasta emerger
otra vez
a la marea de esa fiesta.
Aunque ahora trabajo y me miento,
me digo que no estoy mirado alrededor
que no tiendo a las ventanas, que estoy tranquilo
me digo, que trabajo, que no miro de
reojo,
que no las busco apenado cuando voy al
cuarto
y paso por el ventanal del pasillo
en el momento en que una peripecia casual e imprevista
-ver volar a un aguilucho en el cielo de Constitución-
me detiene frente al vidrio y quedo
mirando al pájaro que se pierde
y estas ventanas abren todo lo que tienen de cielo
frente a mí,
para mí,
vacío,
lleno de congoja,
busco en el almanaque, pienso en fechas
que es pronto, que no puede ser
que falta para que tiren de la cinta
y para nosotros quede del lado gris.
Entonces me pierdo en los retazos de este
día:
cuando salí me asombraron los
manchones
de hojas sobre la vereda, pero me distraje
me entretuve como siempre, escuché
canciones
pensé en todo lo que no pasó, en lo que
pudiera,
y me distraje como siempre y había sido
feliz
sin que me diera cuenta
y ahora deben estar
velocidad crucero rumbo al Norte
porque no las veo, porque tal vez se fueron,
porque deben de haberse ido adentro del verano
todo el verano en el que fui feliz por los pájaros
y me distraje. Me distraje.
Vuelvo en micro a Buenos Aires
en la doble velocidad de la tarde,
la del sol que se adelanta y se aleja
hacia el país del oeste
la de la luz rasante que todas las veces
parece un ultimátum
y todas las veces
parece derramarse sobre el campo desesperado.
Atravieso la doble velocidad de la tarde
un sistema de moléculas cruzado
por los
viajes transversales de la luz,
todo el tiempo en colisión con los fotones
siempre en la escena del tiempo y de la luz,
la resignación, la noche entrando al campo
con su lámpara oscura.
Trato de
escribir pero el poema
reviene de a
golpes oscuros
en tumbos
imprecisos
queda en la
mesa residual:
un desayuno
devorado por el otro
que fui
minutos
antes.
Trato
-porque se trata-
de escribir
lo que está
detrás del
edificio
pero el
poema es grácil,
su silueta
exigua y mis palabras
alfileres
romos, lejos
del filo y
de la puntería
un arquero
incapaz
de atrapar
la mariposa.
Trato de
escribir el poema
pero es a
tientas que subo
para ver la
costa desde el promontorio
y la línea
del planeta sometido
por los
mares se entrecorta
como un
verso en exceso trabajado.
Trato de
sentarme
en una
silla, trato
de acostarme
en una cama,
trato de
pisar el mundo con las plantas
pero son los
ojos
los que
huyen de la Tierra
y se pierden
en la nube cenagosa.
La
prolijidad tiene los cupos
cubiertos de
poetas,
yo fracaso.
Quiero el
edificio detrás
de esa mole
que cae.
Voy a dejar una cosa acá
para que madure su carne,
quedó en mi mano cuando vadeaba el río
cerca de la orilla,
creo que es el esqueleto de un pez
con una cabellera de algas mal encajada
o una estrella extraña
o una botella de plástico
esmerilada por el uso de las olas.
Voy a dejar acá esta carne
para que se oree
para que encuentre su punto justo de maduración
entre el rayo que la partió y el sacudón
que le entreví: ¡está viva, congéneres!,
miré a los ojos
mientras la culebra vital se escurría a otra cosa.
Voy a dejar este poema acá
porque la mano se me enredó
en lo que expulsa el río
porque ya no lo tolera, porque no es
líquido, ni nadie sabe qué
cómo, para qué, por qué estoy llorando,
es algo suntuoso, es pobre,
creo que es solamente el esqueleto de un pez
que brilla según cambia el idioma del día.
Voy a dejar este poema acá
porque una vez estuvo vivo.
Bio: Buenos Aires, 1965. En 2004 publicó el libro de poemas Bienamado, desde 2006 codirige, junto a Alejandra Zina y Selva Almada, el ciclo de lecturas Carne Argentina. En 2013 Eterna Cadencia Editora publicó su novela Una muchacha muy bella, traducida al neerlandés, al francés y al inglés. En 2018 Penguin Random House publicó su novela La ilusión de los mamíferos.