martes, 2 de octubre de 2018

Julián López




En esta casa no hay nada,
no hay alces olisqueando el rastro
ni fusiles humeantes de la cristiandad.
En este cuarto no hay nada
ni la cama horizontal de los ancestros
ni la puerta al bosque áureo
al que estamos obligados.
En esta casa no hay pájaros
enjaulados ni una mesa
donde sentarse a estudiar la materia,
el machacar de los maestros
que piensan que en la casa de los niños
hay gigantes que velan por el sueño
y compran cartucheras.
Pero hay en las paredes de esta casa
dos ventanas
como herencia para toda suerte.
Que el viento sople sus tifones
al oscuro pensamiento del que cree
que el alce vuelva a olisquear su rastro
que el fusilhumee a su propio dios.
Que el tac
de la pezuña en el mármol del umbral
despierte a todos los panteones:
¡fuera de esta casa!
Bienvenidos.



Ahora que la luz empieza a irse antes
como si todo fuese una cinta 
que se mueve tan de a poco,
ahora que el anochecer se adelanta
se mete en el cuerpo y vuelve el impulso
automático de cerrar un poco las ventanas

de acomodar los libros sobre la mesa
porque es el fin del verano y no da igual
que las hojas se abran con la brisa
que se arqueen las tapas y muestren
los círculos del vaso transpirado que apoyamos

como los círculos de pasto quemado
que dejan los ovnis en el patio de atrás 
de las casas de provincia.
Ahora que quiero dormir,
que pienso en sopa mientras trabajo todavía
ante a la misma ventana en la que ayer era el verano
y las golondrinas surfeaban el aire
y volvían a desbarrancarse y a aguantar 

la respiración hasta emerger
otra vez 
a la marea de esa fiesta.
Aunque ahora trabajo y me miento,
me digo que no estoy mirado alrededor
que no tiendo a las ventanas, que estoy tranquilo

me digo, que trabajo, que no miro de reojo, 
que no las busco apenado cuando voy al cuarto 
y paso por el ventanal del pasillo
en el momento en que una peripecia casual e imprevista
-ver volar a un aguilucho en el cielo de Constitución-

me detiene frente al vidrio y quedo
mirando al pájaro que se pierde
y estas ventanas abren todo lo que tienen de cielo
frente a mí, 
para mí,
vacío,
lleno de congoja,
busco en el almanaque, pienso en fechas
que es pronto, que no puede ser
que falta para que tiren de la cinta 
y para nosotros quede del lado gris.
Entonces me pierdo en los retazos de este día:
cuando salí me asombraron los manchones 
de hojas sobre la vereda, pero me distraje
me entretuve como siempre, escuché canciones
pensé en todo lo que no pasó, en lo que pudiera,
y me distraje como siempre y había sido feliz
sin que me diera cuenta
y ahora deben estar
velocidad crucero rumbo al Norte
porque no las veo, porque tal vez se fueron,
porque deben de haberse ido adentro del verano
todo el verano en el que fui feliz por los pájaros 

y me distraje. Me distraje.



Vuelvo en micro a Buenos Aires
en la doble velocidad de la tarde, 
la del sol que se adelanta y se aleja
hacia el país del oeste
la de la luz rasante que todas las veces
parece un ultimátum
y todas las veces
parece derramarse sobre el campo desesperado.
Atravieso la doble velocidad de la tarde
un sistema de moléculas cruzado
por los viajes transversales de la luz, 
todo el tiempo en colisión con los fotones
siempre en la escena del tiempo y de la luz,
la resignación, la noche entrando al campo
con su lámpara oscura.


Trato de escribir pero el poema
reviene de a golpes oscuros
en tumbos imprecisos
queda en la mesa residual:
un desayuno devorado por el otro 
que fui
minutos antes.
Trato -porque se trata-
de escribir lo que está 
detrás del edificio
pero el poema es grácil, 
su silueta exigua y mis palabras 
alfileres romos, lejos 
del filo y de la puntería 
un arquero incapaz 
de atrapar la mariposa.
Trato de escribir el poema
pero es a tientas que subo
para ver la costa desde el promontorio 
y la línea del planeta sometido
por los mares se entrecorta
como un verso en exceso trabajado.
Trato de sentarme
en una silla, trato
de acostarme en una cama,
trato de pisar el mundo con las plantas 
pero son los ojos 
los que huyen de la Tierra
y se pierden en la nube cenagosa.
La prolijidad tiene los cupos
cubiertos de poetas,
yo fracaso.
Quiero el edificio detrás 
de esa mole que cae.


Voy a dejar una cosa acá
para que madure su carne,
quedó en mi mano cuando vadeaba el río
cerca de la orilla,
creo que es el esqueleto de un pez
con una cabellera de algas mal encajada
o una estrella extraña
o una botella de plástico
esmerilada por el uso de las olas.
Voy a dejar acá esta carne
para que se oree
para que encuentre su punto justo de maduración
entre el rayo que la partió y el sacudón
que le entreví: ¡está viva, congéneres!,
miré a los ojos
mientras la culebra vital se escurría a otra cosa.
Voy a dejar este poema acá
porque la mano se me enredó
en lo que expulsa el río
porque ya no lo tolera, porque no es
líquido, ni nadie sabe qué
cómo, para qué, por qué estoy llorando,
es algo suntuoso, es pobre,
creo que es solamente el esqueleto de un pez
que brilla según cambia el idioma del día.
Voy a dejar este poema acá
porque una vez estuvo vivo.



Bio: Buenos Aires, 1965. En 2004 publicó el libro de poemas Bienamado, desde 2006 codirige, junto a Alejandra Zina y Selva Almada, el ciclo de lecturas Carne Argentina. En 2013 Eterna Cadencia Editora publicó su novela Una muchacha muy bella, traducida al neerlandés, al francés y al inglés. En 2018 Penguin Random House publicó su novela La ilusión de los mamíferos.


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