lunes, 25 de enero de 2010

Dario Rojo


Una metrópolis en miniatura

Presentación del motivo
(Fragmento)


Con demorado rencor aniquila punto a punto el esplendor
y como una anguila de sí mismo en su pie se enrolla en cada paso
repitiendo frases como: "y… después de todo…"
Para luego escuchar en su nuevo hábitat a cada alga o helecho
repetir lo mismo: la conciencia no interviene en la destrucción.

Así, en la arquitectura más terrestre, la de múltiples torrecillas
que se desmoronan con la misma rapidez con que se reproducen
niega que el polvo se haya apoderado del lugar,
aunque cada tanto unos microscópicos parabrisas
toman forma en sus ojos para desvanecerse de inmediato
en pos del presente y todo lo que por la realidad ha sido comprado.

Ni siquiera el recuerdo del sujeto que en su casa
había instalado un mini teatro
en donde pasaba sus películas cada viernes por la noche,
y guardaba en su caja fuerte el master de "en vivo en el Copa"
hace que alivio pueda parecer una palabra
capaz de variar su mandato en diferentes estaciones
y no un gancho de hierro que cuelga el tiempo de un único riel
a una temperatura invariable.

Pero de haber interferido una célula
proveniente de una escena más banal, hubiese podido observar
en otra escena igualmente banal,
la instantánea construcción de una metrópolis en miniatura
a partir del olvido de una acción que bien podría servir
para ordenar un placard, dejar las llaves en un cajón
o arrastrar un perro muerto por glorietas o explanadas.

Y ahora que algo más que una célula
ha interferido el conducto que en su medio se había organizado
y sabiendo que el origen de los carteles sobre los edificios
y las calles de espléndido asfalto fue solo un exceso de voluntad,

dispone sus días en regias estaciones de ski sin nieve,
en donde los rigores del hastío entrenan a tiempo completo
comprobando en cada segundo el apotegma de la obviedad:
que el espacio ha de ocuparse inevitablemente.

Mientras tanto en cada uno de los mismos pasos
acoger la instantánea representación
de la miserabilísima opereta "el mundo no puede ser ofendido".

Ofuscados actores intercambiando sus papeles
con compresibles espectadores, vestuarios conocidos,
mobiliarios cotidianos
y ni una boca que se abra, ni un brazo que se agite,
solo el clásico cigarrillo acompañando el entreacto
y la imperiosa necesidad de reconocer: esto es una calle, esto una vereda.

Desgajado suficientemente el decorado,
confundidos a ultranza los monólogos o si se prefiere, terminada la obra,
retomar la involuntaria comprobación de cada una de las verdades del

folleto, un folleto de escenas fijas ubicadas en la máscara de una granada
que confirman la única oportunidad del movimiento: combustión
o la descortés manipulación de algunos átomos sin nombre
ni clara descripción.

La fragancia, el aroma y el olor en plena equivalencia con el miedo
erigen sin duda una estridencia similar en su combate
y estas son algunas de sus esquirlas:

un lloriqueo continuo frente a cada mínima emoción en la pantalla,
sea por la ciega que la calle cruza, el autista que gana en los videojuegos,
la última patada del pequeño karateca, o la estatua del perro.

Un objeto desprendido de lo que durante el día
interfiere la digestión, precipita el sueño,
o tensa los músculos equivocados;
la triste noticia que el yermo espiral de la burguesía exponer podría
los mitos de otras impresiones. La antimaqueta, la oreja en la vitrina.

Una conjetura: llegado el mismísimo punto del estado de carretel vacío,
con las marcas del mecánico torno y la aspereza y continuidad
del cilindro de madera; es decir en la intacta ausencia del observador
o más precisamente en la incorporación de esa simulación,
lo que ocurriría o debería ocurrir o podría ocurrir
¿no traería tal vez una mínima modificación acorde con esa falta de gentío?

Pero si su visión fuera tan poderosa como la de un cojo,
en vez de pensar en Giuletta Mangano, Willy Wonka o Nanin Timoiko,
podría escuchar la voz de la mujer que con su vestido a lunares
baila sobre el techo del Rambler diciendo: -Querido, de qué sirve haber
tenido todas esas maravillosas experiencias…



De tener la más absoluta seguridad

de la llegada de un par de extraterrestres,
cuál sería el problema para levantarte,
ir a trabajar y culminar la felicidad
a alguna hora de la tarde, o de la noche.
Pero si en tu cuerpo conviviera en zarzuela
el alienígena de brazos delgados,
los perfectos giros de la chica que patina,
y una forma que se abre en silencio; donde
descansarías para cuidarte del foso de cocodrilos.
Tomaste un martini en su nave mientras
los asteroides te recordaban a carteles
demasiado brillantes. Ahora sabés
con el mismo conocimiento que mecaniza
el respirar, que ellos no existen, y que nunca
los verás. Pero cada tanto te encontrás en la playa
cavando hoyos sin ninguna razón, apilando
arena mojada sobre arena húmeda.



La esfera biológica

El grupo de notables que tiempo ha deleitara a nuestros lectores
dio por terminada la investigación que sumió a nuestra ciudad
en un nuevo fracaso. El instrumento principal en tales experimentos
era un inmenso conglomerado que cubría por completo
un área de clima tropical perfectamente uniforme en todas sus direcciones,
en su centro un hilo de agua atravesado por un tronco
en el que se trasladan en fila unas hormigas de considerable tamaño,
junto a ellas una pierna
con un corte longitudinal a la altura del fémur de unos cinco centímetros,
que si bien ya no sangra tampoco cicatriza ni da muestra de iniciar su proceso.

Si pudiera abandonar mi investidura –dijo el matemático hindú–
y hablara a boca de jarro, aseguraría que el tiempo
es la burocracia del espacio, pero no fui convocado para decir esto
y por supuesto usted tampoco para oírlo, pero el presente en verdad
lejos está de ser mi problema, y ahora esto es lo único que quiero decir:

“Que rauda la torva expresión supuestamente legítima abandone
el cómodo tono en procura de una sincera oscilación del pensamiento
para acompañar así la gravedad de aquella carne
estilizada en temporadas, entretiempos o cacerías.
Aunque en verdad la causa motiva se incline en otra dirección:
la del glamour del ascetismo que resplandece y clama
en los cuartos más atestados cuando en su declarada aceptación del movimiento
exhibe con timidez su naturaleza doble. Y en específica estación
como la rosa china se abre para urgir su tolerancia a la quietud:
una imagen fija expuesta en las coordenadas mismas de un corazón humano.”


Darío Rojo por Jorge Aulicino. Rojo nació en 1964 en Eduardo Castex, La Pampa. Escritor y docente, desde hace algunos años es responsable, además, por la colección de libros y plaquettes Selecciones de Amadeo Mandarino, que edita en su casa. Entre sus libros de poemas se cuentan "Una explicación para todo", "Una civilización" e "Inmóvil en su afán". Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) publicó, entre otros textos "La caída de los cuerpos", "Paisaje con autor", "Hombres en un restaurante", "Almas en movimiento" y "La línea del coyote". En 2000 apareció una antología de su obra. Integró el Consejo de Dirección de la revista Diario de Poesía. Es periodista y editor en este diario.

2 comentarios:

  1. Gracias por la invitación Germán Arens, un abrazo desde Santiago de Chile,

    Leo Lobos

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  2. De nada Leo.Gracias por tu paso.Un abrazo.

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