martes, 25 de mayo de 2010

Alejandra Méndez


El poema debe dejarse morder/por un hombre casi
como en el silencio.
El afilado cuchillo de la escarcha/ llama a la puerta elegida/
entonces: el sentido (sin) de las cosas/ llanas hablan
por su cuenta sin decir/ nada de la plegaria que atardece
con la sangre.
Penetrarán la noche/ el frío/ en (ti) nieblas.

De allí el vacío y la letra con la daga.
Es como la madera misma del ataúd, que los otros soñaron.
Para uno.
Las cuatro esquinas de la cruz/ que cargaremos en gozo/
por la calle incorporal.
Se termina/ la última palabra/ del último verso/ de la última estrofa.
Todos los días, es el fin del mundo.


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No aprenderé nunca a vivir
en el atisbo de estos cielos
de impávidos fuegos donde
el viento mece el poema
escrito de la nada cuando
luz tierra y sonido son
desiertos mudos de la historia.

No aprenderé nunca, digo:

(como si habría algo que aprender)

A plancharme el disfraz social,
a mantener la calma ante,
la necedad de las formas,
repetidas cual síntoma
de enfermedad incurable.

A desprenderme del empuje

(como si quisiera!)

Ideoafectivo de la magna
Libertaria y Surrealista.
Ese nomadismo corporal
al que me amarro para morir.

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Toda luz, todo fondo
me lleva en sabanas
de piel algarrobo
a la ribera.

Silencio que se hace carne
en línea inrecta
hasta la quilla de las aves.

Al Colastiné bebemos por paisaje
los poetas de viento húmedo.

La pampa gringa de los inundados,
que saben que el sauce llora
como lloran las viejas olvidadas,
como llora el río y la dejeza.

Que entroncadera zurrumba
peregrina cruje la madera.
Que como dice Fournier:
es un “inútil afán de huesos”.


Nota: Alejandra Méndez nació el 3 de enero de 1979, en San CristNotaóbal (Santa Fe).
Reside actualmente en la ciudad de Rosario.

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